Tres rosas blancas.

El terror me consume.

Otra vez esa mirada, penetrante, súbita y genérica. Llena de un rencor acumulado y proyectado. Otra vez...
y otra. Cada par de ojos parece tener la misma soberbia que la daga al hundirse, deteniendo y elevando. Cada minuto es una montaña de carbones ardientes, recorrida sobre codos y rodillas en el letal trance anestésico de la avaricia y la sed del poder que alguna vez creí alcanzar; poder que, ahora comprendo, siempre tuve.

Tantos sacrificios que se resumen a tres y que ahora parecen miles. Miles de miradas infantiles que buscan venganza de lo que saben sin saber... aquella noche. Sin hablar me lo dicen, sus ojos me lo dicen. Sus miradas me penetran. Sus miradas me maldicen... aquella noche.

Tres rosas blancas que reencarnan ante mi para señalarme sin más buscando justicia. Estáticas. Tres rosas blancas que jamás serán lo que debieron por la ingenua idea de que todo nos pertenecía. El mundo; su ruina, su luz y sus flores...

La brisa, la hiedra, la luna y la sangre... sangre sagrada chorreando en el altar sagrado. Sangre sagrada para una deidad enferma, confundida, enajenada y poderosa llamada hombre.

Sangre que brotaba como fuente diamantina, animada por cánticos armoniosos haciendo extender el rumor místico de un aquelarre desvergonzado, perverso. Sin compasión alguna por las rosas que aún se retorcían de dolor en tanto que sus latidos se apagaban al compás de un tambor lejano. Letal trance.

Tantos sacrificios que se resumen a tres y que ahora se volverán uno. Miles de miradas infantiles que buscan redención de alma podrida... redención que encontrarán esta noche.



L.L
1692

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